En los segundos que le lleva leer esto, decenas de personas habrán huido de su hogar, intentando sobrevivir en pésimas condiciones en campos de refugio o arriesgando la vida cruzando fronteras. Solomon fue uno de ellos: escapó de Nigeria y ahora vive en Argentina. Desde allí nos hará once preguntas, tan fuertes como el dolor que las gestó.
Hará once preguntas y mirará directo a la cámara como si supiera, como si lo hubiera hecho antes. Dirá once preguntas sin rodeos, sin titubear; las dirá sin temor, aunque no logre deshacerse de los residuos de miedo y desconfianza que acumuló por años. Las dirá aunque le tiemblen las rodillas y le zumben los oídos como el día del aterrizaje en Estambul, en ese primer vuelo de turbinas y vértigo, frases incomprensibles y fast-food turco: un caro remake de Babel. Pero Estambul solo es una escala; el destino es São Paulo, que tampoco es final y valdrá solo por dos semanas para probar Sudamérica: si Estambul es Babel, São Paulo es la ecuación demográfica ideal para aplastar a un africano no lusófono. Solomon se decide y gasta los dólares restantes en el pasaje de ómnibus más barato que encuentra para recorrer dos mil trescientos kilómetros y llegar —ahora sí, al fin— a Buenos Aires; que muy lejos está de ser la salvación.
Está solo. Por primera vez en veintiocho años se siente abrumadoramente solo. Huyó de Nigeria con un objetivo claro: conseguir trabajo y ayudar a su familia; y su familia, que apostó todas sus fichas y ahorros en él, lo acompaña a la distancia.
No sabe español; en Retiro —la principal terminal de ómnibus de Argentina— le hablan demasiado rápido; deambula y lo confunden con un mantero. Se cruza otros negros y toma coraje, les pregunta cómo hacer, qué hacer, dónde. No hay nigerianos, ellos son de Senegal o Costa de Marfil, o de Haití, se interpretan en inglés y se dan una mano: comparten sugerencias. Pero está solo, una aguja se le clava en medio del corazón y se le seca la boca: extraña. Camina llorando, intentando no dejar al descubierto su vulnerabilidad extrema en una de las ciudades más brutales del continente. Lo rodean miles de personas y Solomon no sabe cómo, llora, cruza la calle. Desde la vereda de enfrente, en la pared de la villa que asoma, un grafiti dice que Buenos Aires es anagrama de urbe asesina. Por suerte, Solomon aún no lo sabe.
No habla con resentimiento, ni se describe víctima. Hará once preguntas porque ahí están, ineludibles para él y para nosotros, que lo tenemos delante de las cámaras. Se reconoce como un tipo afortunado y repite «I´m a lucky guy» (soy un pibe afortunado), traduce sus propias palabras y dice «pibe», que es el equivalente a muchacho en la jerga rioplatense: el lunfardo. Si maneja el lunfardo es porque ahora, meses después de su llegada, no solo sobrevivió a la urbe asesina, sino que ya la domina como a un balón.
Solomon juega al futbol los domingos por la tarde, en el potrero que hay al lado de las vías de la estación de Boulogne Sur Mer. Al pasar para ir a su casa, lo llaman a los gritos, le dicen «vení negro» y lo putean con cariño: él lo sabe, es un código que aprendió rápido. Y va al picadito, aunque prefiere las noches de básquet en el gimnasio del barrio.
«Voy a picadito en domingos, si no estoy muy cansado. Pero me gusta más básquet, en gimnasio», dice mientras cocina jollof, que es un arroz más bien guiso, con picante fuerte para un argentino promedio y suave que ni se siente para los nigerianos.
«Nigeria es duro, muy duro. Difícil. Its not a place to live», dice en spanglish y nos cuenta que en las ciudades más grandes de su país —Abuya, la capital o la pujante Lagos; Port Harcourt, al sur o la peligrosísima Maiduguri, en el norte asediado por Boko Haram— no hay electricidad como aquí; que se sienten los generadores en funcionamiento y el olor del combustible en los barrios; que Nigeria es —efectivamente— la potencia petrolera de África y al mismo tiempo, uno de los lugares más desiguales e inseguros del mundo; que no tienen agua potable, ni servicios corrientes. Para hablar con su familia, Solomon usa WhatsApp y le envía mensajes a su hermana menor que se conecta cuando puede, porque internet es limitado y las redes sociales están bloqueadas. Nigeria, además, está fragmentada en dos: el sur cristiano y occidentalizado; y el norte, musulmán, donde rige la Sharia. La división es marcada, pero ambas regiones tienen características en común: desigualdad, violencia y pobreza.
La tarde que Solomon hará once preguntas nos dirá también que prefiere no volver al dolor que lo llevó a huir. Dirá que tener trabajo, techo: un lugar y tantas oportunidades, lo hacen feliz y es más feliz al poder ayudar a su familia. Insistirá en su condición favorable, y antes de preguntar aclarará que muchos amigos están pasando el peor momento desde que llegaron al país, porque la única cosa que tenían para tirar para adelante —la manta—, ahora está prohibida. Cuando dice amigos se refiere a migrantes, solicitantes de asilo, refugiados: la condición los une.
Encendemos las cámaras y Solomon pregunta en Ibu, el idioma de su pueblo, porque se expresa mejor así, «porque se siente mejor así». Luego se traduce a sí mismo al inglés; Mili (trabajadora social del Centro de Apoyo al Refugiado) vuelve a traducir al español y quedamos en silencio, nos refugiamos en el silencio tratando de digerir la crudeza de palabras tan hondas como el dolor que las parió.
Créditos
Idea y realización: ADRA Sudamérica
Dirección ejecutiva: Paulo Lópes | ADRA Sudamérica
Realización audiovisual: Bruno Grappa & Migue Roth | Angular
Asistencia ejecutiva: Silvia Tapia Bullón y Juninha Barboza
Banda sonora y producción musical: Nacho Alberti, Pablo Palumbo & Emanuel Zúñiga Vincent (Grabado y masterizado en DEMO Estudio de grabación)
Fotoperiodismo: Migue Roth & Bruno Grappa | Angular
Locución: (español) Javier López Ortega / (Portugués) Robson Rocha
Traducciones: Adriana Oudri, Arlete Vicente e Beatriz Ozorio | IASD DSA
Web Design: Lean Perrone
Crónicas: Migue Roth | Angular